miércoles, 9 de noviembre de 2011

CAPITULO 4: La Llamada


-       Hello!
-       Señor, Howard, habla el jefe de la operación secreta “Día Cero”, de Chile –dijo el sujeto alejándose de la puerta de la oficina, como temiendo que alguien lo pudiese estar escuchando.
-       Ah, Mister Larraín, muy buenas noches –dijo el hombre con tono serio y con ese español atropellado que hablan los gringos-. Hable con toda confianza, ya sabe que esta es la línea segura. ¿Ha habido algún inconveniente en la operación?
-       No, señor, ninguna –se defendió de forma instintiva el dueño verdadero de la compañía de distribución de equipos computacionales TecnoAdvance, (compañía que había traspasado a una persona cercana a él mientras estuviera en el ministerio de Transportes y Telecomunicaciones-. Todo ha salido según lo planeado. Los nuevos recuerdos han sido implantados en las personas. Sus informáticos han hecho un buen trabajo. Se está monitoreando vía satélite para verificar si hay alguna anomalía, pero es rutina más que nada. Hemos intervenido las cámaras de vigilancia de los bancos y de las principales instituciones financieras y casas comerciales para vigilar en esos lugares si es que hay personas con algún tipo de confusión. Pero en estas primeras horas, los cientos de agentes que hemos puesto en los principales lugares nos han entregado un balance positivo.
-       Perfecto, ha salido de las mil maravillas, entonces. Nada mal tomando en cuenta que se ha hecho todo por la señal de Alta Definición de los canales televisivos abiertos.
-       Así es señor. Estaremos monitoreando durante tres semanas, al cabo de las cuales le enviaré un informe detallado de la operación y sus resultados.
-       ¡Magnífico, excelente! Y ya sabe lo que debe hacer en caso de encontrar anomalías. Recuerde, señor Larraín, que no debe haber testigos. No podemos arriesgarnos. Nuestro futuro como potencia armada y vuestra estabilidad económica son las que están en juego. Desde hoy en adelante nuestros países son aliados. Si algo de esto se llega a filtrar y algún país vecino suyo se entera, toda la operación podría estar en riesgo y terminar en una catástrofe internacional.
-       Está todo muy claro, señor Howard. Le aseguro que no hay testigos y si los hubiese, los encontraremos y solucionaremos el problema.
-       Excelente. Cualquier cosa ya sabe que no importa la hora, sólo llame.
-       Así será, señor Howard, hasta pronto.
-       Hasta pronto, señor Larraín.

viernes, 21 de octubre de 2011

CAPITULO 3: La Visita

(Por Pablo)

Cuando abrió los ojos, Fernanda pensó que estaba muerta. O que los muertos, en el preciso momento antes de morir, es decir mientras aún estaban vivos, debían de sentir aquel punzante dolor de cabeza que ahora le atravesaba el cráneo. Después se convenció de que en realidad no estaba muerta y que los muertos vivos era una contradicción simpática pero últimamente imbécil. Lentamente, mientras aún no caía en cuenta de que había estado mirando sin mirar el cielo de la habitación por algunos minutos, fue recobrando el sentido y pequeños relámpagos con imágenes de la noche anterior se prendían y apagaban delante de sus ojos. No podía recordar con certeza qué había sucedido.

Se irguió y sentó al borde de la cama y sólo entonces pudo comprender lo enfermiza que se encontraba. Sintió cómo un mareo suave y fulminante le invadía el cuerpo y le impedía ponerse en pie. Cuando por fin pudo sostenerse sobre sus piernas, Fernanda avanzó hacia la puerta apoyándose en las paredes, palpando con delicadeza, como si empezara a reconocer que en realidad estuviese muerta y tratase de convencerse de lo contrario. Los muertos no sienten, pensó, y yo siento la rugosidad de esta pared, me siento mareada y media muerta y, definitivamente, siento mis piernas temblar.
Al llegar a la escalera recordó que su casa tenía dos pisos. Mierda, dijo, cómo demonios voy a bajar.  Se aferró con fuerza del pasamano y sumergida en un vaivén inacabable movió una pierna hacia el primer escalón.  La caída fue estrepitosa. Su cabeza se estrelló contra la pared y lo último que alcanzó a ver fue la lámpara sobre su cabeza que parecía temblar.

Fue el golpetear incesante en la puerta lo que la despertó. Había soñado, o creía haberlo hecho, con un muro  enorme y blanco que estaba enterrado en medio de una playa,  a la orilla del mar. Recordaba que se había acercado al muro y, estirando sus brazos, lo había abrazado. Por entre las grietas del muro, pues tenía muchas, como un muro viejo y carcomido por la lluvia, se escapaban voces y canciones que Fernanda creía conocer. De pronto, y como si las voces hubiesen sido demasiadas como para ser soportadas, la muralla blanca empezaba a llenarse de trizaduras como si alguien la rasguñara desde el otro lado.  Fernanda abrió los ojos y dirigió su mirada hacia la puerta. Fuera, alguien llamaba con insistencia.

-Valentina- dijo al rato, luego de abrir la puerta.
-¡Por fin!- respondió Valentina, lanzándose sobre el cuello de su amiga.

El sol recién se alzaba hacia el mediodía. Fuera, algún pájaro gemía como si estuviese llamando a algún otro pájaro. Fernanda extendió el brazo. Valentina, temblando, alcanzó el vaso y bebió con ganas el refresco. Por alguna razón, ninguna había pronunciado palabra. En el rostro de ambas se podía palpar una especie de temblor sutil, una película delgada y transparente que, a pesar de tal, cubría sus gestos con alguna sombra oscura, como la sombra de que proyecta el agua. Fernanda se había limitado a observar cómo Valentía bebía el líquido. Por alguna razón, en la puerta, le había costado trabajo encontrar el nombre de su amiga bajo su mente aturdida por el golpe contra la pared y, quizá, alguna otra cosa.

- Qué pasó anoche -preguntó Fernanda-, no puedo recordar absolutamente nada.
- Tu cumpleaños, respondió Valentina. 
- Ah, -replicó Fernanda-, no recuerdo nada. ¿Había alguien más? -preguntó.
- Sí po, Feña, todos. El Pipe, el Ignacio, la Feña Díaz y todos los otros.

Fernanda sintió un malestar leve; los nombres no tenían ningún puerto, no tenían sabor, no tenían rostros. Le sabían a nada y no parecía importarle, aunque, en el fondo, la sensación le causó extrañeza. Obviamente, no dijo nada.

Valentina seguía repitiendo palabras ininteligibles. Mencionaba a su familia cuando, claramente, su familia no estaba aquí. Seguía diciendo que el teléfono y una señora Emilia y que el cielo y la gente y el terror de no saber qué sucedía. Fernanda la tomó por los brazos y la atrajo hacia su cuerpo. El vaso pendía apenas en la mano de Valentina. Fernanda le dijo que se calmara, que no se preocupara, que no la entendía, que no entendía ninguna palabra de lo que estaba diciendo, que no conocía ni al Pipe ni al Ignacio ni a la Feña Díaz y ni a los otros, que no había habido ningún cumpleaños porque, querida, mi cumpleaños es el otro mes, el diez, acaso no te acuerdas, que no tenía que tener miedo, y en su voz había otra voz.

Valentina soltó el vaso y la bebida se desparramó sobre la alfombra. Se soltó bruscamente de los brazos de Fernanda y retrocedió. La mueca de horror que cruzaba su rostro empezaba a apoderarse de su cuerpo que se retorcía sobre sí mismo. Fernanda se acercó y Valentina alcanzó a percibir una luz distinta, familiar en sus ojos. Fernanda parecía salir de un letargo y le dijo que la ayudara, que estaba en otra parte. Valentina se recompuso y le preguntó dónde estaba. Su amiga abrió la boca, pero antes de soltar algún sonido, un relámpago fatal, una luz sobrenatural que llenó la habitación de ruidos blancos brillantes, explotó entre ellas.
Valentina abrió los ojos y se encontró en el suelo, completamente sola. Los muebles perfectamente ordenados, la pulcritud del silencio y la solemnidad inconmensurable de los cuadros colgados con gente desconocida dentro de sus marcos eran los únicos habitantes de la casa.

La joven se levantó y se apresuró a salir del inmueble. Cuando traspasó el umbral, Valentina no podía dar crédito a sus ojos.

jueves, 20 de octubre de 2011

CAPITULO 2: En búsqueda de alguna respuesta

Al parecer la calle estaba en completa normalidad, pero había algo que no estaba bien, aunque no podría decir a ciencia cierta qué era. Algunas personas caminaban como si nada anormal estuviese sucediendo; lo más probable, es que no pasara nada, y su teléfono sí estaba con líos. Se dirigió a la puerta de la casa contigua a la suya, la de la izquierda, que era donde vivía la señora Emilia, la única persona de la villa con la que su madre conversaba.

 - ¡Buenas tardes! -dijo la mujer, con una sonrisa amable, al ver a Valentina.
 - ¡Hola! Perdone que la moleste, pero necesito saber si mi mamá habló con usted hoy o ayer... Es que no hay nadie en la casa y quisiera saber dónde están. Mi celular se echó a perder y no puedo llamarla...
 - Perdona, ¿cuál es tu nombre? ¿Dónde vives? -la sonrisa había desaparecido de la cara de la mujer.
 - Pero, señora Emilia, soy la Valentina, vivo aquí al lado -dijo la muchacha.
 - No sé cómo sabes mi nombre, pero en esa casa hace mucho que no vive nadie.
 - ¿Qué? No, está confundida, yo vivo ahí, acabo de salir de la casa porque...
 - Mira, no sé qué es lo que pasa contigo, jovencita, pero esa casa ha estado deshabitada hace más de un mes cuando...
 - No, no, no... Yo vivo ahí...
 - Ah, tú la arrendaste, eso quieres decir...
 - No, yo he vivido siempre ahí, desde hace años...
 - No es una broma muy chistosa, en serio. Mejor te vas o llamaré a carabineros...

La mujer le cerró la puerta en la cara. Valentina se quedó durante varios segundos contemplando la puerta cerrada hasta que se giró y volvió a su casa. Probablemente la señora Emilia se había peleado con su mamá y por eso ya no quería hablar de nada con ella. Se sentó en el sofá y encendió la televisión... Recién se dio cuenta de que la solución estaba a la mano. Estaba tan acostumbrada al iPhone y a la utilidad casi ilimitada que le prestaba, que había olvidado por completo el teléfono de red fija. Marcó nuevamente el teléfono de su mamá, pero nuevamente no había conexión. Probó con otros teléfonos, pero nada. Ni siquiera los teléfonos de sus amigas y amigos, nada.

El asunto ya había pasado a mayores, así que decidió ir a la casa de su amiga, Fernanda, para contarle lo que estaba sucediendo. Se dio una ducha, se vistió y salió.

Se bajó de la micro y caminó las dos cuadras que habían desde el paradero hasta la villa donde vivía su amiga. Tocó el timbre. Lo que estaba por suceder no estaba ni cerca de lo que ella esperaba que sucediera. Fue Fernanda misma quien le abrió la puerta.

sábado, 15 de octubre de 2011

CAPITULO 1: Piloto

El despertador sonó a la hora de siempre. No era mucho lo que recordaba. Había sido una noche extraña. Valentina había salido a la fiesta de cumpleaños de su amiga Fernanda, en su casa. Durante la fiesta sucedió lo de siempre: música, cigarrillos, los jotes de siempre ofreciendo drogas y tragos extraños. Valentina no había bebido mucho, y no probó ninguna de las drogas, pero el despertarse hoy sin recordar nada le daba una idea de lo que había sucedido. Ni siquiera recordaba cómo había llegado a su casa, ni cómo se había metido en la cama. Su mamá la iba a matar, ya que estaba durmiendo con ropa y zapatillas.

Se sentó sobre la cama e inmediatamente notó algo extraño: silencio. No había ruidos. No estaba la chillona voz de pito de su hermano menor gritando por toda la casa como cada domingo por la mañana, no estaba encendida la televisión, nada de música en la pieza de su hermano mayor, ni los martillazos en el taller de su papá... Algo no andaba bien. Se levantó y abrió la puerta de su pieza y bajó las escaleras. La casa estaba vacía, sin gente. Si no fuera por los muebles, se diría que nadie más que ella vivía en esa casa. La cocina estaba impecablemente limpia, el living demasiado ordenado para su gusto, no había juguetes tirados en el piso... Comenzó a recorrer la casa. El dormitorio de sus padres estaba en orden, la ropa en el lugar de siempre... Los dormitorios de sus hermanos estaban irreconocibles: el de su hermano menor no tenía juguetes y en el de su hermano mayor no estaba el computador ni la bicicleta, dos de sus preciados tesoros.

No quiso seguir recorriendo la casa, así que fue a su pieza, tomó su celular y marcó el número de su mamá: el número que usted ha marcado, no existe. Probó nuevamente y el mismo mensaje. Marcó el número de su padre y su hermano mayor y salía el mismo mensaje. Decidió llamar a Fernanda para contarle lo sucedido... Cada uno de los números que marcaba, amigos, familiares, policía, emergencias en general, le devolvía el mismo mensaje: el número que usted ha marcado, no existe. Así que decidió salir de la casa para preguntar a sus vecinos, era evidente que su celular había fallado.

Cuando salió a la calle, supo de inmediato que no se trataba de una falla en su celular.