(Por
Pablo)
Cuando abrió los ojos, Fernanda
pensó que estaba muerta. O que los muertos, en el preciso momento antes de
morir, es decir mientras aún estaban vivos, debían de sentir aquel punzante
dolor de cabeza que ahora le atravesaba el cráneo. Después se convenció de que
en realidad no estaba muerta y que los muertos vivos era una contradicción
simpática pero últimamente imbécil. Lentamente, mientras aún no caía en cuenta
de que había estado mirando sin mirar el cielo de la habitación por algunos
minutos, fue recobrando el sentido y pequeños relámpagos con imágenes de la
noche anterior se prendían y apagaban delante de sus ojos. No podía recordar
con certeza qué había sucedido.
Se irguió y sentó al borde de la
cama y sólo entonces pudo comprender lo enfermiza que se encontraba. Sintió
cómo un mareo suave y fulminante le invadía el cuerpo y le impedía ponerse en
pie. Cuando por fin pudo sostenerse sobre sus piernas, Fernanda avanzó hacia la
puerta apoyándose en las paredes, palpando con delicadeza, como si empezara a
reconocer que en realidad estuviese muerta y tratase de convencerse de lo
contrario. Los muertos no sienten, pensó, y yo siento la rugosidad de esta
pared, me siento mareada y media muerta y, definitivamente, siento mis piernas
temblar.
Al llegar a la escalera recordó
que su casa tenía dos pisos. Mierda, dijo, cómo demonios voy a bajar. Se aferró con fuerza del pasamano y sumergida
en un vaivén inacabable movió una pierna hacia el primer escalón. La caída fue estrepitosa. Su cabeza se
estrelló contra la pared y lo último que alcanzó a ver fue la lámpara sobre su
cabeza que parecía temblar.
Fue el golpetear incesante en la
puerta lo que la despertó. Había soñado, o creía haberlo hecho, con un
muro enorme y blanco que estaba
enterrado en medio de una playa, a la
orilla del mar. Recordaba que se había acercado al muro y, estirando sus
brazos, lo había abrazado. Por entre las grietas del muro, pues tenía muchas,
como un muro viejo y carcomido por la lluvia, se escapaban voces y canciones
que Fernanda creía conocer. De pronto, y como si las voces hubiesen sido
demasiadas como para ser soportadas, la muralla blanca empezaba a llenarse de
trizaduras como si alguien la rasguñara desde el otro lado. Fernanda abrió los ojos y dirigió su mirada
hacia la puerta. Fuera, alguien llamaba con insistencia.
-Valentina- dijo al rato, luego
de abrir la puerta.
-¡Por fin!- respondió Valentina,
lanzándose sobre el cuello de su amiga.
El sol recién se alzaba hacia el
mediodía. Fuera, algún pájaro gemía como si estuviese llamando a algún otro
pájaro. Fernanda extendió el brazo. Valentina, temblando, alcanzó el vaso y
bebió con ganas el refresco. Por alguna razón, ninguna había pronunciado
palabra. En el rostro de ambas se podía palpar una especie de temblor sutil,
una película delgada y transparente que, a pesar de tal, cubría sus gestos con
alguna sombra oscura, como la sombra de que proyecta el agua. Fernanda se había
limitado a observar cómo Valentía bebía el líquido. Por alguna razón, en la
puerta, le había costado trabajo encontrar el nombre de su amiga bajo su mente
aturdida por el golpe contra la pared y, quizá, alguna otra cosa.
- Qué pasó anoche -preguntó
Fernanda-, no puedo recordar absolutamente nada.
- Tu cumpleaños, respondió Valentina.
- Ah, -replicó Fernanda-, no recuerdo nada. ¿Había alguien más? -preguntó.
- Sí po,
Feña, todos. El Pipe, el Ignacio, la Feña Díaz y todos los otros.
Fernanda
sintió un malestar leve; los nombres no tenían ningún puerto, no tenían sabor,
no tenían rostros. Le sabían a nada y no parecía importarle, aunque, en el
fondo, la sensación le causó extrañeza. Obviamente, no dijo nada.
Valentina seguía repitiendo
palabras ininteligibles. Mencionaba a su familia cuando, claramente, su familia
no estaba aquí. Seguía diciendo que el teléfono y una señora Emilia y que el
cielo y la gente y el terror de no saber qué sucedía. Fernanda la tomó por los
brazos y la atrajo hacia su cuerpo. El vaso pendía apenas en la mano de
Valentina. Fernanda le dijo que se calmara, que no se preocupara, que no la
entendía, que no entendía ninguna palabra de lo que estaba diciendo, que no
conocía ni al Pipe ni al Ignacio ni a la Feña Díaz y ni a los otros, que no
había habido ningún cumpleaños porque, querida, mi cumpleaños es el otro mes, el
diez, acaso no te acuerdas, que no tenía que tener miedo, y en su voz había
otra voz.
Valentina soltó el vaso y la
bebida se desparramó sobre la alfombra. Se soltó bruscamente de los brazos de
Fernanda y retrocedió. La mueca de horror que cruzaba su rostro empezaba a
apoderarse de su cuerpo que se retorcía sobre sí mismo. Fernanda se acercó y
Valentina alcanzó a percibir una luz distinta, familiar en sus ojos. Fernanda
parecía salir de un letargo y le dijo que la ayudara, que estaba en otra parte.
Valentina se recompuso y le preguntó dónde estaba. Su amiga abrió la boca, pero
antes de soltar algún sonido, un relámpago fatal, una luz sobrenatural que
llenó la habitación de ruidos blancos brillantes, explotó entre ellas.
Valentina abrió los ojos y se
encontró en el suelo, completamente sola. Los muebles perfectamente ordenados,
la pulcritud del silencio y la solemnidad inconmensurable de los cuadros
colgados con gente desconocida dentro de sus marcos eran los únicos habitantes
de la casa.
La joven se levantó y se apresuró
a salir del inmueble. Cuando traspasó el umbral, Valentina no podía dar crédito
a sus ojos.